“San Sebastián” Esos pequeños placeres II

Ha ganado el calificativo de bella, y tiene motivos para merecerlo. Un espléndido emplazamiento, la elegancia de sus edificios y el mimo con que cuida los detalles lo justifican. A ellos se añade, además, un refinado gusto por la cultura y el buen vivir.

La estrecha y sinuosa carretera me deja en la cumbre de Igeldo, una ascensión entre casas y prados, es un anticipo de las emociones que me esperan, la mirada se me pierde entre la isla, las playas, las montañas, el mar y los barrios de la ciudad “es absolutamente perfecto”, me invade la duda “una naturaleza perfecta se hace sospechosa de artificio”. Rodeada de montañas, playas y jardines de edificios blancos y dorados, La Concha es un ejemplo de cómo se puede cambiar el medio sin alterarlo ni destruirlo. Es algo así como una gran teatro que nos ofrece palcos y balcones para contemplación del magnánimo espectáculo de su propia belleza.

Paseando por el largísimo paseo que va desde Ulía hasta el Peine de los Vientos (Eduardo Chillida), bordeando playas, escolleras, dársenas comprendo que el mar tiene muchas caras en San Sebastián, remanso de tranquilidad, pero cuando soplan las galernas y empujan las mareas, olvida sus buenas maneras, no hay mejor sitio que el paseo Nuevo para vivirlo.

La Parte Vieja, representa las raíces y las tradiciones de San Sebastián, calles estrechas a la sombra de Santa María y San Vicente, me sumerjo entre visitantes y cuadrillas de amigos en el rito cotidiano del chiquiteo, me deslumbra la multitud de bares, el ambiente y sobre todo el despliegue de “banderillas” que cubren los mostradores.

La vitalidad y movimiento de “Lo Viejo” contrasta con la imagen aristocrática que tiene esta ciudad, ciudad balnearia, emperifollada y blanca. Paseo tranquilamente por la Concha, me dejo llevar por la majestuosidad del mar a un lado y la de sus edificios al otro, Palacio de Miramar, el antiguo Gran Casino el Ayuntamiento, admiro las farolas monumentales, los relojes sobre obeliscos, los pabellones, los tamarindos y las famosas barandillas convertidas en emblema de la ciudad.

Hay como no el San Sebastián elegante del ensanche moderno “Área Romántica”, calles tiradas con tiralíneas, plazas con soportales, proclaman el excelente gusto de la burguesía, miradores acristalados, barandas de forja, evolución del neoclasicismo hacía la mayor exuberancia del modernismo, a imagen de Paris, capital del mundo en aquellos años, el San Sebastián de gentes bien vestidas, tradicionalista, hasta me atrevería a decir que un punto decadente hoy día, pero me sigue fascinando.

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(Canción: Orfeon Donostiarra “Maite”)

Antes de pasar el Urumea, en el boulevard me cruzo con el Hotel Maria Cristina y un poco más allá el teatro María Eugenia, de repente al frente, ya en Gros, me encuentro las dos enormes rocas de cristal rodeadas de terrazas, es el Kursaal (Rafael Moneo), el futuro de la ciudad, dos gigantescas moles translúcidas, ejemplo escultórico que me despierta una admiración “abstracta”.

San Sebastián, su nombre esta unido al de cultura y gastronomía, dos festivales de fama mundial, el de Cine con todo el glamour que representa, y el Jazzaldia, que he tenido el placer de vivir, disfrutar, noches inolvidables de jazz. La buena mesa, tercer brazo de este tridente, en general cocina tradicional a base de buenas materias primas y fuego lento, ya sea, si tenemos la suerte de poder asomarnos a una hermandad gastronómica, como en cualquiera de sus restaurantes, pescados del cantábrico, carnes a la brasa, verduras, setas…, pero no puedo olvidarme de la cocina de autor con los mundialmente conocidos, Akelare, Arzak, Nincolasa, Rekondo, tanto uno como los otros un placer para los sentidos.

Solo me queda despedirme de Donosita, último paseo por la Concha, farolas reflejándose en el negro del mar, luces que me transportan a una tranquilidad infinita, que en pocos lugares encuentro, esta ciudad me embriaga, me encanta. Pasar unos días en ella es para mi “uno de esos pequeños placeres”

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